Durante estas semanas de confinamiento en nuestros hogares hemos tenido la oportunidad de dedicar parte de nuestro tiempo a cosas que quizás antes no podíamos. Muchas personas han retomado ese libro que empezó el verano pasado, posiblemente han podido terminarlo e iniciar otro nuevo. Otras personas se han puesto al día dedicando horas a ver temporadas de series en las distintas plataformas. Quizás has dormido más siestas que nunca, has organizado mil juegos con tus hijas e hijos o le has metido mano a esas pequeñas reformas pendientes. Por otro lado, no podemos olvidar que muchas personas han pasado horas, días y semanas en los hospitales, luchando por sobrevivir. Muchas personas han pasado ese mismo tiempo sufriendo por el familiar que se quedaba ingresado. Demasiadas personas no han podido despedirse de sus mamás y papás, de sus abuelas y abuelos, de sus hermanas y hermanos…
Cuando hay una situación trágica como esta la sociedad parece dividirse emocionalmente entre aquellas personas que viven la tragedia y aquellas personas que no. Algunas personas que no la viven de cerca caen en la tentación de pensar que no es para tanto, que es una exageración, que porqué no van a poder pasear si no tienen nada; fotografían y graban a las personas que “incumplen” las medidas, avisan a la policía, se acusan en redes sociales.
No sabemos cómo será la nueva normalidad, sí sabemos cómo era la antigua normalidad y como ha sido la transición entre normalidades. Durante estas semanas las familias han tenido que cuidar a tiempo completo a familiares con diversas discapacidades, sin descanso. Han sufrido el forzar a sus seres queridos a un encierro repentino, en muchos casos a personas que no entienden qué es eso que les está pasando.
Qué triste ha sido ver que durante esta transición las personas han acusado desde los balcones a padres o madres con su hijo o hija paseando por la calle, más preocupadas en que se cumpliera una norma que no les aplicaba que en el bienestar de estas personas.
La nueva normalidad debe ser radicalmente distinta a la vieja normalidad, especialmente en cuanto a la mirada y el trato hacia las personas con discapacidad. La nueva normalidad tiene que renunciar a la discriminación por razón de discapacidad en todos los ámbitos de la vida. Tiene que ser una etapa donde veamos a las personas con discapacidad como personas, iguales en derechos e iguales en dignidad. Sin distinción. Debe de ser el momento de no permitir ningún abuso, ninguna risa, ninguna broma respecto a una persona con discapacidad, o sin ella.
La nueva normalidad debe dedicar sus recursos a que las personas con discapacidad puedan tener una vida autónoma plena, desarrollando planes de empleo, de vivienda y residencias, de formación, reforzando los centros escolares y ocupacionales y desarrollar cualquier servicio que haya que inventarse para que desaparezcan todas las barreras. La nueva normalidad debe de estar “diseñada para todas las personas”, física y cognitivamente, pensando en que, consiguiendo el bienestar de cada persona, conseguiremos el bienestar de toda la ciudadanía.
Esta nueva normalidad va a depender del compromiso del Estado y del compromiso de toda la ciudadanía. El compromiso de las empresas, de las universidades, de los sindicatos, de las escuelas, de las fuerzas de seguridad, de la justicia… Todavía tenemos margen, para que durante lo que queda de transición decidamos que la nueva normalidad no se parezca tanto la anterior.